por Francisco Guzmán Castillo
pacogrupos@gmail.com
Investigador CSIC – Miembro del FVID.
Una buena amiga, profesora del Instituto, describe con mucho tino un ejemplo de como se construye y traduce la realidad de la diversidad funcional:
A mi centro el otro día vinieron los de la federación de deportistas paralímpicos y de nuevo se reprodujo el circo freak del mérito asociado a la discapacidad. Tuvimos también en el mismo lote la charla del deportista de élite «normal» que es arrollado por un coche y se ve relegado a estas olimpiadas de 2ª. Total para que los chavales lleguen a las siguientes conclusiones:
- Es cojo pero puedes mantener una conversación como con cualquiera.
- Una vida echada a perder por un accidente de tráfico.
- ¡Qué putada!
- Lo lejos que puede mandar la bola en la bocha sin mover el antebrazo…
Estos son los modelos que seguimos trasmitiendo…
La puesta en escena determina en buena medida la impresión que puede dejar una realidad como la diversidad funcional en una audiencia novel. Si está dominada por el discurso de la superación personal, la diversidad funcional será considerada una barrera a superar, una carrera de obstáculos… una putada. En un principio, puede serlo, pero la vida continúa y hace realidades coherentes de otras formas de ser en el mundo. En las presentaciones basadas en el mérito personal no se habla más que de un esfuerzo denodado por volver a ser normal, y de sus frutos o sucedáneos. Lo de otras formas de vivir y otros mundos posibles se queda en la caja de lo sobreentendido pero no dicho.
Recuerdo ahora una cuña informativa de un canal autonómico, en la que se describía la visita que realizaba un colegio a una residencia de atención a minusválidos físicos, financiada por el gobierno regional. Las conclusiones de los niños eran más o menos parecidas, además de contener un giro perverso: «Ellos son como cualquiera de nosotros, y aquí están mejor porque los cuidan muy bien»… ¿por qué los niños comulgaban con semejante contradicción? Fácil, porque la primera parte del mensaje en realidad no había calado. Ellos en realidad no son como aquellos niños. Es más, en aquella residencia llena de auxiliares de enfermería, medicación, megafonía en los pasillos, y comidas bajas en sal, ellos eran lo más parecido a un enfermo que un niño, y cualquier adulto, suele reconocer.
Otras veces la escenificación es más improvisada ¿Está malito? Suelen preguntar a sus adultos cuando me ven pasar en mi silla de ruedas. Reciben una discreta confirmación y una, igualmente discreta y vehemente, invitación a cambiar de tema. Otros padres, más honestos, se encogen de hombros y confiesan que no lo saben, pero aun contienen a los pequeños de hacer preguntas incómodas. Los más valientes, bajo mi punto de vista, invitan a los chavales a preguntar so pretexto de la asumida naturalidad infantil… y que salga el sol por donde quiera…
La puesta en escena de la diversidad funcional provoca como mínimo perplejidad, cuando no un profundo rechazo arraigado en presuposiciones y juicios sobre lo que se considera una buena vida. En el caso de los niños, estos prejuicios hunden sus raíces en la tierra de sus vivencias y afectos, y no se pueden cambiar, de la noche a la mañana, con una presentación superficial. Este fugaz contacto, desconectado de todo lo demás importante en la vida del niño, no hace más que reforzar la visión negativa que ya tenían, por carecer de referentes a los que anclarlos en su propia experiencia.
Pareciera que es necesario remontar esta desorientación con una puesta en escena apropiada y positiva. En unas cuantas ocasiones me dediqué a dar charlas en colegios sobre el Movimiento de Vida Independiente y el concepto de diversidad funcional. No era un discurso medicalizado ni tampoco obsesionado con la normalidad. Pero tampoco pude evitar sentirme expuesto, en este caso por mi mismo, en una especie de escaparate para la ocasión; una suerte de cojo hecho a sí mismo al que observaban y escuchaban, mientras se preguntaban qué podían tener en común con él. Aquél tampoco era el camino, al menos para mí.
La puesta en escena de la diversidad funcional, en el mejor de los casos, es improvisada, pero sobre todo asociada a un contexto que le dé sentido y proyección. Los niños pueden tener vecinos con diversidad funcional, familiares, amigos o enemigos. En la percepción del niño la diversidad funcional tiene que estar en principio en un segundo plano, aunque salte a la vista, porque no afecta tanto a lo que se hace, sino al modo en que se hace. Después, si la curiosidad y la implicación les lleva más lejos, pueden empezar a descubrir que apoyos y arreglos son necesarios para que todos podamos disfrutar de las mismas cosas. Aparte de la familia, el principal lugar donde socializan los niños es en la escuela, por lo que tener un compañero o compañera con diversidad funcional en clase pone a disposición todas las posibilidades de aprendizaje y normalización de este hecho de la vida. En definitiva, el contacto con esta realidad tiene que ser lo más natural posible, lejos de artificiales escenificaciones.
FUENTE: www.dilemata.net/