El ojo del Dodo

— Lo que me proponía manifestar –siguió el Dodo en tono ofendido– es que la mejor manera de secarnos sería una carrera en comité

— ¿Qué es eso de una carrera en comité? –preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de saberlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como dando a entender que esperaba que alguien dijera algo y no parecía que nadie fuera a hacerlo

— ¡Vaya! Dijo el Dodo. -La mejor manera de explicarlo sería haciéndolo.

(Y como probablemente habrá entre vosotros quien también quiera hacerlo, algún día de invierno, os voy a contar cómo se las arregló el Dodo.)

Lo primero que hizo fue trazar una pista para la carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no importa demasiado», dijo) y luego todo el grupo se fue situando por aquí y allá. Nadie dio la salida con el consabido «¡A la una, a las dos, a las tres! ¡Ya!», sino que cada uno empezó a correr cuando quiso, de forma que resultaba algo difícil saber cuándo iba a terminar la carrera. Sin embargo, después de haber estado corriendo como una media hora, y estando ya todos bien secos, el Dodo exclamó súbitamente:

— ¡Se acabó la carrera, y todos se agruparon ansiosamente en su derredor, jadeando y preguntando a porfía:

—¿Pero quién ha ganado?

No parecía que el Dodo pudiera contestar a esta pregunta sin entretenerse antes en muchas cavilaciones; y estuvo así durante mucho tiempo, con un dedo puesto sobre la frente (algo así como el Shakespeare que vemos en los retratos), mientras el resto aguardaba en silencio. Al fin el Dodo sentenció:

— Todos hemos ganado, y todos recibiremos sendos premios.(1)

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El jardinero accidental

Hace tiempo leí que los ginkgos, una suerte de acacia primitiva, son extraordinariamente longevos pero que en Isla Mauricio, donde antaño medraban, ya no brotan nuevos ejemplares. La causa vincula la ingesta de semillas de ginkgo (y también las del llamado tambalacoque) con su escarificación a cuenta de navegar por el aparato digestivo de un ave. Una vez deteriorado su revestimiento exterior en ese viaje y excretadas las simientes que mal librasen de la digestión, éstas germinaban con más éxito en el aleatorio reparto de sus deposiciones por la isla. Es decir, se establecía un sucio trato más entre el mundo vegetal y el animal, un equilibrio de dependencia ecológica que satisfacía el natural apetito de un bicho y la escatológica porfía de un árbol capaz de perdurar cientos de años, aun obligado para ello a descender con el sinuoso vaivén del tracto intestinal, como un Dante vegetal, al inframundo de las heces. El predador de la apestosa semilla de ginkgo, el jardinero accidental del tambalacoque, no era otro que el extinto Dodo, el “estúpido inepto” (Didus ineptus), un gordinflón palomo que poblaba la isla Mauricio sin haber tenido trato con humanos hasta que los holandeses, merced a su Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, en el siglo XVI, decidieron recalar allí e incluso hacer vegetar hombres construyendo una prisión. A rebufo del comercio de especias y a tan execrable cultivo de seres humanos, les acompañaba la natural cohorte de ratas, cerdos, gatos…, golosos consumidores todos de huevos, sin menosprecio de los del ingenuo Dodo.

La merma de dodos provocada por la cataclísmica invasión biológica y la destrucción de sus bosques no fue menos brutal que la fácil cacería a golpes de los descubridores portugueses o los bastonazos de rubicunda factura holandesa con los que extinguieron a esta especie en menos de ciento y pico de años. Alimento facilón de un ave atónita para bárbaros holgazanes en tránsito sobre sus mares de codicia. Y es así, a tiempo pasado, sopesada la melancolía de observar crecer los claros en las frondas de isla Mauricio, cuando se revela que el pájaro inepto, el estúpido Dodo (2), resultaba ser el discreto guardián de la llave de los bosques de ginkgo y tambalocoque.

Se me figura mirando su cabeza que su expresión taciturna registró en el brillo y la redondez de su pupila tenaz –descarada, a decir de la expresión de los grabados de la época y un ejemplar disecado en algún museo-, la silueta de cada hombre que se irguió henchido de perspicacia, de discernimiento, frente al tonto… Seguro que casi podría verse en ella, indeleblemente impresa, la instantánea, la fotografía del sagaz, del capaz, la expresión del bruto atrapado en la pupila del Dodo momentos antes de que alzara el palo que de inmediato hundiría en su cabeza de un golpe. En el doblez, en el plegamiento del tiempo, con el ruido de los huesos rotos, es ahora cuando se escucha la sorda y melancólica campanilla que tañe cada árbol que no brotará por aquellos mazazos, registrados en el ojo de cada Dodo.

Esta historia me sugería imprecisas y terribles similitudes entre las personas con diversidad funcional y el malogrado Dodo. Unos quizás por ser considerados socialmente seres menguados en no sé qué capacidad que les resta humanidad, y otros por ser apelados como tontos hasta en latín; ambos con morfología razonada como disminución; los dos sin trato con el mundo de los hombres, bien por insularidad unos allí donde África ya pierde el nombre, como por exclusión de su universo los otros; ambos forzados por la ignorancia y la desidia codiciosa de lo inmediato, a desvitalizar la diversidad del mundo conocido…

La analogía también se me figura en que evolutivamente considerado, dicen del Dodo que estaba irremediablemente ubicado en el futuro de lo vulnerable por ser como estaba: en el tránsito de perder sus alas, incapaces ya de elevarle y menos aún suspender en el aire sus veintitantos kilos de carne de palomo bobalicón. La fragilidad, la vulnerabilidad erigida como pedestal del miedo sobre el que alzan a este pájaro quienes entienden que fue sorprendido en la línea de un tránsito hacia otro estadio, tratan de hacer que le observemos como un desaventajado más, un inexorable cautivo del tiempo en un razonable matadero donde, dicen, era su déficit lo que auspició que viniera a engrosar el triste bestiario mítico de los desastres ecológicos, esos fracasos humanos que la historia exhibe como la marea devuelve la basura antaño arrojada al mar. La selección de las especies le llegó al Dodo con el rigor del bastonazo que le rompió el cráneo o con la bala que puso en fuga su último aliento, desinflándolo. La selección natural, con acento portugués o neerlandés, no propició en esta ocasión un giro del mecanismo que compondría una variante fenotípica, el orden esperado por algunos en la disposición de una nueva especie. El imperecedero puchero con verduras o la manteca para ungir asados y la brasa del horno, rompieron el continuum vital del inepto Dodo, un renglón de un cuento de Dios, o Darwin, sorprendidos ambos a manotazos por los prosaicos adalides del capitalismo europeo, tras arrebatar a uno la tinta y a otro la pluma y enmendarles la plana de la diversidad en sus almuerzos. De éstos quizás proviene la reflexión de que toda evolución no es sino un tránsito, un camino inseparable hacía cierta idea de perfección y no un estadio de plenitud, valorable como tal en su conjugación del presente, la tilde en el acento de la evolución en el mosaico de la diversidad y que en tanto no ha alcanzado la vereda hacia esa incierta perfección, está en riesgo justificado de ser trinchado…

Suspendida por el taxidermista o el dibujante, la mirada del ojo del Dodo parece que en lugar de otear su horizonte esperando la trasmutación de su especie estuvo más adiestrada enfocando el suelo inmediato, tragando semillas anhelantes de retornar al mundo raída su cubierta y por el oscuro balcón de su cloaca. Engullendo semillas de ginkgo o tambalocoque seguro que razonaba que su equilibrio estaba en su razón de ser percibido por el entorno, sin más, sin interés en pensarse un palomo distinto, tonto, inepto y sorprendido con el paso de la pata cambiada en mitad de un proceso evolutivo, defraudando a los taxónomos que lo imaginaban indexado en su correspondiente registro, igual de estúpido pero quizás más políticamente correcto si mudaba a pedestre sin más, azorados aun hoy al ver sus encanijadas alitas sin arte aeronáutica. Es el mismo contrapunto considerativo que se aplica a las personas con diversidad funcional. Seguro que el Dodo sabía que se es cuando se está y se está como se es, como una cuestión visceral, de tripas en movimiento, esas que propician una ecología posible valorando a todos y cada uno de los sutiles hilos del equilibrio en los que oscila y se balancea el mundo. Afortunadamente, en el alterado ecosistema de las sociedades humanas, ya hay territorios frescos y algo selváticos, recuperados, en los que la evolución social ha logrado que se tenga patente que la diversidad funcional y la identidad no tengan mucho que ver con la potencia y el mundo cifrado en ventajas y desaventajados, esa loca carrera que tanto gusta a quienes solo otean los horizontes de sus mercados, como aquellos holandeses errantes perdidos en la punta de África que con sus bichos y glotonería marinera, liquidaron una especie en el entretanto de andar a lo importante, llenar la bolsa de oro.

Correr, secarse y aun así ganar.

Anteponer o anteponerse a la visibilidad, a la vista y consideración social –esa visión rotunda, en peso neto, con babas y a lo loco-, en el orden real y cotidiano de las personas con diversidad funcional, quizás tiene algo del zumbido de bastón holandés dirigiéndose a nuestras cabezas, de posición de negación de la diversidad en la ecología social que nos da carta de naturaleza como especie, de mirada que se escandaliza por las alas mínimas de un Dodo. Las más de las veces, las personas con diversidad funcional, perdidas por aisladas -confinadas en los archipiélagos sociales de la mirada inducida por la categoría y la medida profesional y administrativa-, como el Dodo en isla Mauricio para los naturalistas, sólo somos la visión de reojo del desdén de quienes habitualmente se fijan en el horizonte pero trazando una elipse al cruzar sobre nuestras cabezas. En ocasiones, cuando su atisbo trata de ser más horizontal, a lo más, aparecemos a sus ojos zambullidos en una charca de lágrimas, como esa en la que cae y empapa el Dodo de Alicia, y en la que no se hace pie. Y allí, manoteando sofocados en el desenvolvimiento cotidiano, somos actores accidentales en una comedia en la que los que se anteponen nos dan papel –con mayor o menor fundamento-, contentos, visibles al fin, interpretando un sainete cíclico, tedioso y cargante a lo largo de toda nuestra vida. Es similar, seguro que también, a la escena de perplejidad que debió interpretar el primer holandés asqueado de habichuelas con gorgojo tras desembarcar y quedar pasmado ante el primer Dodo que vio un humano, limitándose éste a parpadear cuando el otro ya tentaba a ciegas el palo más cercano.

Con el golpe fatal del holandés se elevó el alma del Dodo al edén de la mítica literaria, aunque para el mal alivio de volver al mundo, al de Alicia maravillada, y caer de una zambullida en la charca de sus saladas lágrimas. Quizás hay pocos escenarios tan deprimentes… Por eso se entiende que el otro exilio conocido del Dodo sea el escudo oficial de Isla Mauricio, aunque no sea más que por hacer el sarcasmo de equipararse, republicanamente, a los encrespados, estresados y artificiosos leones del blasón holandés.

Esa charca salada vuelve a figurárseme análoga a los escenarios de las construcciones sociales erigidas para nosotros, personas con diversidad con diversidad funcional, donde nos cercan y granjerizan, incluso en el pienso que distribuyen para nutrir nuestras mentes, como si solo fuéramos Dodos ineptos y confiados, en tránsito en una evolución de la que saldremos mejores… La visibilidad de las personas con diversidad funcional casi siempre se escenifica en el bosque de Alicia. Allí nos muestran como al Dodo inepto ensopado en lágrimas para, desde la orilla, teorizar sobre lamentos y tristeza, superación y técnicas de natación posible siendo quienes son los de las alitas discapacitadas; teorizar mientras nos mojamos sobre la salinidad, acidez y densidad del medio que produjo el berrinche de Alicia.

Afortunadamente, creo que es el propio Dodo quien restablece el orden que le es propicio y necesario: abandonar la charca de lágrimas de la compungida Alicia y organizar en el modo y manera que deseen los que allí están, una desigual y alocada marcha liberadora. Una galopada contra la humedad compasiva que no le ayuda ni comparte y que enmohece y desluce su plumaje; una carrera de pájaro que, a pesar del latinajo que le describe, piensa, y lo hace hasta en el detalle de que viniendo de Isla Mauricio, habiendo fijado su pupila en la de los seres humanos, no hay otro remedio que salir de la charca lastimera rodando o correteando –fastidiando la escenografía de los teóricos de la orilla-, airearse y desprenderse de la sal de las lágrimas ajenas, para quedar seco y concluir que todos los que se encharcaron después de venir de la isla, y él sobre todo, ganan en esa carrera.

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(1) CARROLL, Lewis, “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas”, 1865. (Alice’s Adventures in Wonderland), fragmento del Capítulo III: Una carrera en comité y una historia con cola.

(2) Del portugués doudo o doido –estúpido-, o del neerlandés dodoor –holgazán (en http://es.wikipedia.org/wiki/Dodo)

Tomonde, 19 de octubre de 2011. AUTOR: Juan José Maraña